44 años
¡Quizás todavía estoy a tiempo para ser narco!
O al menos para representarlos en el tribunal.
Mi plan de retiro es una modesta fortuna en tarjetas de pelotero.
Aun así, estoy sin taquilla para el juego de los Cangrejeros.
Mi primer amor en la adolescencia se moría
por ser novia del Indio Sierra.
Hoy mi hijo mayor me pide que me siente como indio
en el piso a jugar ajedrez. Yo nunca aprendí a jugar ajedrez,
ni creo que se diga ‘indio’ ya, pero uno es capaz
de cualquier cosa por sus hijos
con tal de que no se conviertan en narcos.
Ni en abogados de narcos.
En mis sueños soy el tipo que, cargando su metralleta, piensa
hacer billetes es la prioridad. En mis pesadillas soy el mismo tipo.
Según mi terapista, necesito que mi Doctor Jekyll
haga las paces con mi Señor Hyde.
Si un hijo mío me saliera sicario, contrato el mejor abogado
de la capital y le pago en puritos Micky Mantles.
O digo que fui yo
y me entrego a las autoridades.
O me hago pasar por agente en la escena
del crimen y destruyo la evidencia.
Lo único que no podría hacer por ellos, ni por nadie,
es partir con mi tarjeta de novato del Indio Sierra—
me pasó que mi primer amor me la robó.
El día que sentenciaron a Raphy Pina a 41 meses de cárcel en la federal
Fue lindo ver a mi hermano mayor en la tele vestido de abogado y luciendo
pequeño al lado del convicto. Lo oí decir
que apelará la decisión del jurado y me alegro
porque Raphy tiene una bebé de un año,
más el FBI no encontró sus huellas dactilares ni su ADN
en las armas que le encontraron,
más la fiscalía dice que Raphy está en el bajo mundo
y eso es mentira—
Raphy está en insta despidiéndose de su familia y de su bebé.
Hace años,
cuando mi hermano y yo aún no nos hablábamos,
él fue abogado de un individuo encontrado culpable de matar
a diecinueve personas en Toa Baja,
incluyendo a una mujer con siete meses de embarazo.
Diecinueve no, veinte.
Yo pasaba las tardes parado con una pancarta afuera del tribunal
para que el jurado no condenara al hombre a morir.
Para ese entonces había conocido a más prisioneros que bebés,
y me caían mejor, supongo. Y creía mucho en los derechos
y la justicia, y menos en la familia
y los hermanos.
A este poema le hace falta una metáfora para poder llamarle poema.
A mi hermano y a mí nos hizo falta perdonarnos
para poder llamarnos hermanos
sin resentimiento o extrañeza.
Yo no sé cómo uno se prepara para pasar los próximos 41 meses de tu vida sin ver a tu bebé.
Ni sé cómo matas a veinte personas a sangre fría
en plena luz del día. O cómo defiendes a la persona que las mató.
O cómo te sientas a decidir si esa persona debe morir o no.
Tampoco sabría explicar muy bien cómo perdonar,
pero uno se acostumbra a todo.
Los hijos tristes
Los hijos tristes de la mediana edad regresan
a vivir a las casas de sus viejas
ya viejas y encuentran una toalla limpia, un cepillo
de dientes, un jabón nuevo
en la jabonera. Logran conciliar el sueño haciendose
de la idea de que se han tirado a dormir en un hotelillo boutique,
hasta que se levantan de madrugada asorados
pensando en sus niños lejanos
cada vez más lejos y más grandes. Cómo explicarlo—
yo renuncié a la herencia de mi padre con 20 años
y aún no se muere el muy infeliz. Cómo no
imaginar que mis hijos se sentirán igual sobre mí.
En las noches las parejas de jovenes profesionales
hacen power walking por el vecindario justo
cuando yo me escapo a llorar en el balcón.
Ellas me miran y yo les miro. Y nos seguimos
con la vista de esquina a esquina, hasta que una de las dos
partes se da por vencida, arruga mucho la cara
y dice adiós.
Guillermo Rebollo Gil (San Juan, 1979) es escritor, profesor, traductor, abogado y autor de alrededor de una veintena de libros de poesía y ensayo. En el 2020, Ediciones Liliputienses en España publicó una selección de su poesía bajo el título Informe de Logros: Poemas 2000-2019. Su libro más reciente se titula El tiempo es todavía (Folium, 2024). Es el papá de Lucas Imar y Elián Iré. Los poemas aquí publicados pertenecen a un libro en progreso.
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