Añil
“…pero los cuadros siguen ahí y están llenos de objetos…”
Arturo Carrera
“…es como si dijéramos que la impresión azul viene del cielo…”
Samuel Beckett
Pongo en su lugar los cuadros
y la canción:
“gira el mundo gira…”,
porque cuando la tierra gira
- que es casi siempre-,
se desplazan.
Y esos milímetros cuentan para que el sol,
alumbre la otra habitación próxima al Este
donde la botella que antes tuvo lirios,
ahora tan vacía como yo,
relumbra solo algún tono añil
que soy capaz de percibir.
Mientras gira también mi cabeza,
imperceptiblemente
sin su espacio infinito.
Por desgracia esos desplazamientos
van hacia el espejo,
y los veo cuajar contra un rostro
donde sobresalen
pequeñas estrías que el tiempo
marcará con surcos.
Poco a poco, los lugares se mueven
de sus lugares
- y de los lugares donde los pusimos
sin arrepentimientos-,
acompañándonos
como huéspedes indeseados:
huesos de las caderas
y de la pelvis,
o dedos de los pies
(sobresaliendo)
más allá de los zapatos,
petrificados.
Y la cabeza ¡ay! esa cabeza
“que nunca estuvo bien centrada tampoco”
-dijo ella a modo de justificación-.
Igual que esa luz que ronda los objetos,
se aparta poco a poco
y nos deja solos en el centro de algo
que desapareció
para que el centro no sirva de nada.
Llega esta forma (informe) donde aparezco
-diferente a mí sin ser más o menos yo
ni la que fui-.
Pero, por ahora, solo me rebelo
en la rutina de que un cuadro se sostenga
como una escena que alguna vez,
aconteció:
esa crueldad en miniatura de una vida,
llena de equivocaciones.
Y, porfiada, enderezo la fotografía
donde apretábamos las caras
contra el cristal:
un vidrio peligroso que permanece
intacto
cuando todo estalla.
Mientras las mariposas del verano
que los niños no pudieron atrapar
aquella vez
en una vida parásita dentro de un marco,
sobrevuelan
(mariposeando)
abismos del color
que de vez en cuando reflejarán,
lo que fuimos.
(inédito)
Para Elso, mi padre, que murió un día como hoy hace tantos años.
Cajitas
…el día de los padres -dijo R-…
No había pastel
-aunque parecía un dulce-,
era una corbata roja
de esas que venden por tres dólares
en las tiendas de regalos
para el día de Los Padres.
Rojo quemado de satín
llamativa,
y tan vulgar
que casi nadie usaría.
La cajita roja significa
“el rojo del ser”
-aquel donde el padre le ofrecía
cada año como un dulce,
su lealtad-.
La percepción del rojo ahí donde nada
era posible para que,
brillara.
Esa tela que dos hombres vieron
desplegarse
sobre el corazón del otro,
rociarla y plancharla
y luego, hasta ponérsela
como un trofeo.
Porque, a veces, un padre
es una corbata,
un par de medias,
una bufanda roja
-también Ives Bonnefoy tiene un recuerdo
(textil)
que lo une al suyo-:
“…por su condición de culpabilidad,
su tristeza…”
por lo que pretendieron ser,
y rara vez fueron.
En una cajita de gamuza,
guardé las medias “Casino”
para que mi padre bailara conmigo
en la fiesta de los quince años.
Pero murió cuando tenía catorce,
así que las medias quedaron
encerradas
dentro del terciopelo
en el ataúd.
(inédito)
El techo
“…y el techo es azul como cuando todo llega a su fin.”
I.B.
¿Y qué lugar para los poemas?
¿Y qué lugar para mis tazas
cuando la lluvia baje
a destrozarlas?
Amarrar las ventanas
con una cinta roja
y con una cinta negra
¡no nos protegerá!
El huracán llegó
para quedarse,
y clavetear hormigas
apostadas entre ruinas
para que la sal no sude
la cerámica
no será suficiente.
Esta es mi casa:
un jardín disecado
por el sol en verano
y por el viento en invierno
(con sus malas yerbas
y sus malas palabras)
acostumbradas a crecer
y dar la sombra que pueden.
La pájara amarilla que escapó
dejó un aviso con cal en la pared
otra advertencia
por si otro pájaro se animara
a vivir comiendo cáscaras de arroz
sin granos.
Recuerdo cuando tuvimos aves pasajeras
que aprovecharon la tormenta
para escapar
-años tapándolas en la noche con un paño blanco
y destapándolas con un paño prieto después
al amanecer
contra el insomnio nacional-.
¿Cuándo dejamos de dormir
y de creer?
El calendario que teníamos
era ese movimiento sutil
de cubrir cada día
hasta el siguiente
la miseria,
su rutina.
¿Dónde pongo ahora el lugar para el lugar?
¿Dónde la inquietud de un lugar que no es posible
situar mi sostener?
¿Dónde los exiguos granos para que no se mojen
más,
o para que nadie se los robe?
¿Dónde las macetas
que no pudieron soportar tanta humedad
-recipientes hechos para las goteras
más que para la tierra,
las flores y las primaveras?
A estas alturas
regreso a mi casa
para quitar el techo
y destapar la caja de pandora
-su crueldad-
(los grillos que sobrevivieron
susurrando consignas obsoletas
en este lugar que desaparece).
¿Cuántas noches me ayudaron
a olvidar?
¿Saldrá un cielo nuevo que cubra
esta intemperie?
¿Sobornaré tormentas
para que sean más débiles
y ocultar
la mezcla de negrura y aceite
que me envolvió
por todos estos años?
¿Cómo limpiarla?
Los tanquecitos de agua
contaminada
no serán suficientes
ni las moscas
-que todo lo pueden-,
sobrevolando tendederas contra el viento,
burlándose de mi deseo de amparo
preguntarán:
“a estas alturas, vieja,
¿puedes sentirte indiferente
cuando otro techo encima del horizonte y más allá,
se bambolea?”
La casita de enfrente, por ejemplo,
que parece de palomas,
pero que no lo es
cruje su zinc cuando los niños
regando las plumas que quedaron del almuerzo,
llegan.
¿Dónde estará mi pichoncito gris?
Y los gatos:
Diotima, Dédalus, Donatello,
Dujna, Denisen ¿volverán?
¿Qué techo necesito para cubrir las pérdidas
y cortar otras maderas
que no sean vulnerables
ni indiferentes
como no fueron estas
y que resistan más que la pinotea
- tablillas de cajas de muertos
encima de mis ojos
como féretros-,
vigas robadas un domingo al carnaval
como carrozas cargadas de deseos,
alegría, dolor y palabras
para proteger un sentimiento, un techo
que se hunde más y más
sobre el suelo
rellenando y rellenando los poemas
con cisco de carbón
donde los comejenes (tan sabios)
enterraron también sus alitas,
perversas?
¿Y la luz?
¿Podré tener un techo
impecable
con la misma luz que se colaba
por todas sus rendijas?
Rayitos de sol, de lujuria, de amigos,
de luciérnagas
que venían con una palabra selladora
-permanencia o consuelo-
a cubrir las estrellas,
bajándolas una por una
como en el cuento de Darío a la princesa?
¿Cómo hacer un techo normal ahora?
¿Para quién?
¿Para los que fuimos?
Esos fantasmas que recorren
habitaciones vacías
y recuerdan
un cielo carmelita
un cielo verde
y un cielo azul
“como cuando todo llega a su fin”.
Un tornasol de cielos
un arcoíris
que ya no resistirá otra tormenta
ni la indiferencia.
¿Cómo estar preparada para esa mentira
que haga ver a los otros la verdad?
Pero, “hazlo, hazlo” - oigo a las hormigas insistir-.
A los gatos ronronear
desde el “más allá”.
No saben lo que cuesta quitar y poner un techo.
Un cielo.
(inédito)
La niña del portarretrato de plata
para Elis
Los botones fueron desprendiéndose
con sabiduría
cada año, casa mes, cada día.
Esa botonadura completa me cuesta,
lágrimas.
Subida al pedestal de una mesa
con el pelo recogido,
seguirás siendo la niña
que no eres ya:
la del portarretrato.
Aunque no quepan tus pestañas
contra el cristal
y finjas crecer,
seguirás siendo la hija o tal vez,
me convertiré,
pausadamente,
en ti:
otra hija de Lluvia, de María Pepa, de Ecorio,
y de Rubia, tus muñecos,
fantasmas.
Sus voces no se escaparán de aquel cubo
donde echabas cada noche,
los juguetes.
Porque, solo tengo un marco de plata
donde colocar de regreso,
tu infancia.
La foto con la bata,
los botones, al frente:
son vanidad para los Amish -dicen-,
para nosotros amarre,
posesión.
(De, “El piano”)
“Las niñas que jugaban a la rayuela” -Alain Fleisher
(1991)-.
Las niñas pintaron la acera con tizas:
blancas, rosas, verdes, azules,
amarillas.
Llevo días observando esos dibujos
que cambian por la luz bajo la ventana.
Porque los días de lluvia arrastran
polvo al contén y también,
cambian.
Sus letreros decían:
casa de muñecas, patos salvajes...
-como las obras de Ibsen que ellas desconocían-.
Pero se han desleído
velozmente
por ese desconocimiento
como fantasmas que, al pisarlas,
se llevan los zapatos a otra parte.
Hemos jugado al pon sin saber,
la dimensión del salto
que ya no podemos dar.
Ni será suficiente bajar al sótano
para que se confundan,
y disparen.
La tiza es la grisalla que,
aunque ellas la retoquen una y otra vez
-como nosotros aún la retocamos-,
pronto se borrará como los deseos,
las esperanzas.
“¿Cómo será el amor entre dos esperanzas?
-pregunta la menor-:
“verde y verde,
y después el mismo verde, se vuelve verde”
-responde Clarice, la mayor,
que ya sospecha algo de estas cosas-.
II
La lluvia borró los dibujos
debajo de mi casa junto a la ventana
donde aparecen cosas que no viví
-y que tampoco podré revivir ya-,
recalcitrantes.
A sabiendas de todo bajé a pisarlas,
las borré con los zapatos
machacándolas
para volverme grande como ellas
y comprender el verde.
(De, “Cortar las muñecas”, inédito).
Bartleby, el escribiente
Como Bartleby, el escribiente,
me convertí en tu sombra pálida
encerrada en un destino
que no me pertenecía.
Y los seres del fondo
no soportan
la diferencia que deja
la melancolía de un no ser:
te halan hacia ellos
y te arrebatan cualquier decisión.
Así transcurrieron los años:
viviendo aquel espacio muerto
y matando aquel espacio vivo
de las cartas cruzadas,
sobreviviendo al tedio
sin esperanza para más.
De nada sirvió decirte que,
“preferiría esto o aquello”.
Pues viví con una presión suficiente
-como la sombra que mi cabeza
proyectada en tu rostro-
daba.
El escribiente fue maltratado
como son maltratados los fantasmas
con ese mal que nos relega de los demás.
(De, “Que ellas- no existen”’, publicado en la colección “Alfabeto del mundo.”)
Dársenas
“...a veces siento como si por dentro se me hubiera roto el verano...”
“Las señoritas de Wilko”, Wajda
Hemos pasado sobre barquitos
descascarados
apostados a ellas,
esperando partir cuando decíamos
que eran marinas para hacerlas
más soportables
y hasta románticas
a la distancia.
Porque creíamos
que al nombrarlas como recuerdo
-no como fin- tendríamos posesión
sobre algo salobre que dejaba
a su libre albedrío,
una resignación necesaria
cuando no teníamos
nada.
Hemos pasado las cosas malas
esperando volver.
Pasaban rápido
sin tiempo para detenerse
a este lado de la ventanilla
donde pegadas al mar,
las vacas morían
por sofoco del verano o por la brevedad
de unas yerbas mustias que comían
en el día agotador que les tocaba,
descolgadas de sus huesos
sobre portones
oxidados
con sus miradas cagalonas
fingiendo que soportaban
aves blancas que sin posarse
sobre sus carnes flácidas
antes de morir ya putrefactas fingían,
revivirlas.
Hemos resistido las horas del engaño
buscando noticias que revoloteaban
“mariposeando” sin cesar
sobre una nada porosa
con su vacío cómplice,
desproporcionado
que corrompe al mediodía las islas:
las despedidas,
alrededor de los edificios
recostados con ira al paisaje de esos
girasoles plásticos que Van Gogh odiaría
y que sobresalen desde las ventanas,
esperando algún día atravesar los campos
-la desidia- en aquellas películas que veíamos,
acostumbrados a fugarnos de la realidad
gracias a ellas,
y donde la tierra aparece con un agujero,
calcinada por la tiranía de lo que fuimos:
un celuloide borroso donde dejamos
partículas de supuesta bondad o cariño
que nos quedaba
a la deriva:
todo lo que evitaríamos
si hubieran sido dársenas,
campos de girasoles
y no lúgubres postales:
proposiciones de cartón que entraron
por los ojos, los oídos, las viseras:
“...llegó la ayuda...una postal azul... desde
Nervi...era toda azul...”
y que pudimos involucrar
a lo real más tarde,
juntándonos
por un espejo retrovisor:
“¿y qué importa una verdad
después?”
(De, “Dársenas”, inédito).
Reina María Rodríguez nació en La Habana. Algunos de sus poemarios son La foto del invernadero, Para un cordero blanco, En la arena de Padua, Páramos, Bosque negro, El libro de las clientas, Catch and release, El piano, Luciérnagas, Achicar y Cortar las muñecas; en prosa: Te daré de comer como a los pájaros, Travelling, Otras cartas a Milena, Variedades de Galiano, Oras mitologías, La caja de Bagdad y Tres maneras de tocar un elefante (premio Italo Calvino). Ha merecido dos premios de la Casa de las Américas, uno en 1994 y otro en 1998; la medalla Alejo Carpentier en 2002; la Orden de las Artes y las Letras de Francia con grado de caballero en 1998; el Premio Nacional de Literatura, 2013; el Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda en 2014; y la Medalla La Avellaneda en 2022.
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