Fotografía de Lisbeth Salas, ©️2023
Escoliosis
En la búsqueda de la forma,
se me distrajo el cuerpo. Es eso,
nada más, asimetría.
La errata vertebral,
el calibraje óseo,
la rotación espinada. Es el hueso
mal conjugado.
Es una forma de decir
que a los doce años
ya se ha cansado el cuerpo.
Es la puntería errada de mis huesos,
la desviada flecha.
No es lo que debiera, mi esqueleto
quiso escapar un poco
de sí mismo. Se le dice escoliosis
a esa migración de vértebras,
a estos goznes mal nacidos,
hueso ambiguo.
A esa espina
dorsal
bien enterrada.
A los doce años se me desdijo el cuerpo.
Porque árbol que crece torcido, nunca.
Porque mis huesos desconocen
el alivio
de la línea,
su perfección geométrica.
Me creció adentro una curva,
onda,
giro
de retorcido nombre: escoliosis.
Como si a la mitad del crecimiento
dijera de pronto el cuerpo mejor no,
olvídalo, quiero crecer para abajo,
hacia la tierra. Como si en mi esqueleto
me dudara la vida, asimétrica,
desfasada de anclas o caderas,
mascarón desviado, recalante.
Mi columna esboza una pregunta blanca
que no sé responder. Y en esta parábola de hueso.
De esta pendiente equivocada. De lo que creció
chueco, de lado, para adentro.
Se me desfasan
el alma
y los rincones. Mi cuerpo:
perfectamente alineado desde entonces
con el deseo de morir y de seguir viviendo.
Si las vértebras, si la osamenta quiere, se desvive,
rota por no dejar el suelo. Si se quiere volver
o se retorna, retoño dulce de la tierra rancia,
deseo aberrante de dejar de nacer
pronto, de pronto, con la malnacida duda
esbozada en bajo la piel, reptante.
Paralelamente. No es eso
no es
eso
no
eso no,
no es ahí, donde ahí acaba,
donde empieza el dolor empieza el cuerpo.
Si se duele, si tiembla, al acostarse
un dolor con sordina, un daltónico dolor vago,
si el agua tibia y la natación, si la faja
como hueso externo, cuerpo volteado,
si los factores de riesgo y el desuso,
si el deslave de huesos. Es minúsculo
el grado de equivocación, cuyo ángulo.
A los doce años se me desdijo el cuerpo,
lo que era tronco quiso ser raíz.
Es eso, el cuarto menguante,
la palabra espina, la otra que se curva
al fondo: escoliosis. Es el cuerpo
que me ha dicho que no.
(De Principia, Elefanta 2022)
En un café de Buenos Aires, mi amiga divorciada me enseña una foto de su boda
No la conocía entonces y aun así,
en la foto, se parece más a sí misma
que la mujer sentada a mi lado.
Míranos, me dice, con su cara ajena,
con sus otras manos, con sus ojos
de asfalto llovido y hambre a medianoche.
En la foto bailan los novios
y afuera estamos ella y yo solas, platicando.
La tristeza de los otros es una ciudad desconocida,
calles y calles que no sabes a dónde llevan,
casas demolidas, edificios de vidrio, mascarones
y techos con goteras y pasillos
de madera combada. Podemos imaginar
tan poco. Apenas unos segundos
se mantiene vigente la trivial fantasía
de haber nacido ahí y saber de memoria
el tedio de la calle principal, rutas del colectivo,
cada parada del metro. Pero es casi imposible
imaginar la costumbre. El recuerdo más triste
es sólo una estación del pensamiento,
ese mirar sin sorpresa el teatro en ruinas,
la parada en Congreso, la espera subterránea,
tantas veces visto, todo
tan rutina. Hasta que pierde filo
incluso lo más triste
y se cambia el dolor por otra cosa más tibia.
En la mesa de enfrente
una pareja de viejos come sin mirarse.
Es silencio. Es el ritual antiguo
que los convoca a morir de a poco,
cara a cara. Quizás un día
te despiertas y has olvidado
los pasos descalzos de tu amante
en la madera rubia de tu primera casa.
Ahora se hace de noche,
la ciudad se cierra sobre nuestras palabras.
Los viejos se levantan, el lugar se vacía.
Al fondo escucho un tango y no recuerdo
su nombre. De pronto me parece que esta tarde
también quedó muy lejos, que ya estamos
muy lejos también de Buenos Aires.
(De Planetas habitables, Almadía 2023)
Manual para sostener niños pequeños
para Aurelia
A mi amiga le da miedo cargarlos y la entiendo: ese peso incierto entre las manos, todo calvicie, boca y uñas diminutas. Aparte están las tías que siempre dicen: pero que no se le vaya la cabeza. Luego, hay que pensar en tantas cosas, dar soporte a la espalda, vigilar que no lloren y no olvidar la leche que hierve en la cocina.
No sé si estamos hechas para tanto ajetreo, no nos damos abasto con nuestra poca vida y casi siempre es suficiente la página en blanco, el guión que en la pantalla pestañea su impaciencia. Nos basta el sonido que hacen las palabras unas contra otras como cuentas de vidrio. No entendemos el llanto de los niños. No podemos leer su partitura de corcheas.
Para ayudar a mi amiga a superar su fobia le digo que piense, al acoplar su cuerpo, en el doblez del brazo de quien escribe inclinado a la mesa.
Aun así, tiene miedo de esos escuincles que se retuercen y empeñan en caerse, todo jabón que se escapa entre manos, cosas que se rompen de un grito contra el suelo.
Es conveniente afianzarlos al pecho para que nuestro latido parco los arrulle y, si estamos de pie, hay que mecerlos como quien, indeciso, no sabe hacia dónde dar el primer paso. Y las flores en carne viva de sus bocas es mejor no verlas.
Son movimiento hirsuto, retruécanos. En sus encías de tiburón germinan dos mudas de dientes, sus huesos son maleables como plata fundida. No hacen más que morirse a cuentagotas, devorar los minutos con su llanto asombrado. Son todo comisuras, cromosomas, y ya los lleva lejos el latido limpio y ágil de su corazón, diminuto reloj empedernido.
Pero habrá que cargarlos, sostener esos sus cuerpos tibios de pan recién horneado. Y renegar de su ciega autonomía, sus ganas de escaparse desde ahora.
Son tan ligeros y sin embargo pesan. Quizá es eso de cargar la vida ajena, tener en brazos su cuerpo de ventaja, sin otro remedio que desistir un poco de uno mismo, ser de la estatua la base y la columna, ser de otra vida un personaje secundario, y no tener palabras para nadie ni conocer la forma del consuelo.
(De Planetas habitables, Almadía 2023)
Credo
Creo en los aviones, en las hormigas rojas,
en la azotea de los vecinos y en su ropa interior
que los domingos se mece, empapada,
de un hilo. Creo en los tinacos corpulentos,
negros, en el sol que los cala y en el agua
que no veo pero imagino, quieta, oscura,
calentándose.
Creo en lo que miro
en la ventana, en el vidrio
aunque sea transparente.
Creo que respiro porque en él pulsa
un puño de vapor. Creo
en la termodinámica, en los hombres
que se quedan a dormir y amanecen
tibios como piedras que han tomado el sol
toda la noche. Creo en los condones.
Creo en la geografía móvil de las sábanas
y en la piel que ocultan. Creo en los huesos
sólo porque a Santi se le rompió el húmero
y lo miré en su arrebato blanco, astillado
por el aire y la vista como un pez
fuera del agua. Creo en el dolor
ajeno. Creo en lo que no puedo
compartir. Creo en lo que no puedo
imaginar ni entiendo. En la distancia
entre la tierra y el sol o la edad del universo.
Creo en lo que no puedo ver:
creo en los ex novios,
en los microbios y en las microondas.
Creo firmemente
en los elementos de la tabla periódica,
con sus nombres de santos,
Cadmio, Estroncio, Galio,
en su peso y en el número exacto de sus electrones.
Creo en las estrellas porque insisten en constelarse
aunque quizá estén muertas.
Creo en el azar todopoderoso, en las cosas
que pasan por ninguna razón, a santo y seña.
Creo en la aspiradora descompuesta,
en las grietas de la pared, en la entropía
que lenta nos acaba. Creo
en la vida aprisionada de la célula,
en sus membranas, núcleos, y organelos.
Creo porque las he visto en diagramas,
planeta deforme partido en dos
con sus pequeñas vísceras expuestas.
Creo en las arrugas y en los antioxidantes.
Creo en la muerte a regañadientes,
sólo porque no vuelven los perdidos,
sólo porque se me han adelantado.
Creo en lo invisible, en lo diminuto,
en lo lejano. Creo en lo que me han dicho
aunque no sepa conocerlo. Creo
en las cuatro dimensiones, ¿o eran cinco?
Creí fervientemente en el átomo indivisible;
ahora creo que puede
romperse y creo en electrones y protones,
en neutrones imparciales y hasta en quarks.
Creo, porque hay pruebas
(que nunca llegaré a entender),
en cosas tan improbables e ilógicas
como la existencia de Dios.
(De Principia, Elefanta 2022)
Elisa Díaz Castelo
Autora de Planetas habitables (Almadía, 2023), El libro de las costumbres rojas (Elefanta, 2023), Proyecto Manhattan (Antílope, 2021), ganadora del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020 por El reino de lo no lineal (FCE), del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 por Principia (Elefanta) y del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019 por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong y el premio Poetry International 2016. Con el apoyo de las becas Fulbright-COMEXUS y Goldwater, cursó una maestría en Escritura Creativa con especialidad en poesía en la Universidad de Nueva York (2013-2015). Poemas suyos aparecen en Letras Libres, Nexos, Hispamérica, La Revista de la Universidad, Tierra Adentro, Este País, y Periódico de Poesía, entre otras, han sido incluidos en la antología de poetas jóvenes españoles y mexicanos Fuego de dos fraguas, en la antología Voces Nuevas 2017 de la Editorial Torremozas y en la antología Liberoamérica (España, 2018). Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA en tres ocasiones y de la Fundación Para las Letras Mexicanas durante dos años consecutivos. En 2018 fue seleccionada como una de las dos poetas jóvenes de América Latina invitadas al Festival Internacional de Poesía que se celebra en Trois Rivières. Su primer libro de cuentos, El libro de las costumbres rojas, acaba de salir en Elefanta Editorial.
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